Cuando el ser humano descubre la presencia de Dios en su vida,
todo cambia de manera inesperada. Siente la necesidad de
conocerle más, de escucharle con atención, de entablar con El
coloquios contínuos, de comunicarle el alma. Nota que crece en su
interior una semilla que poco a poco llega a florecer y se hace
visible a los demás; y tiene necesidad de cuidar esa flor que es
toda pureza, de descubrir toda la belleza de sus hojas, de sus pétalos,
cada detalle de su personalidad singular. Cada día encuentra algún matiz,
un nuevo don que le muestra cuánto amor ha puesto el Creador en su criatura.
Y se pregunta cuál es su designio, la razón de su vida.
Entonces siente la inspiración de Dios: la mejor forma de conocer
la respuesta es dejarle actuar en su vida, vaciar su propio yo para
permitir la presencia plena del Espíritu, escuchar su Palabra y hacerla
vida; descubrirle en la naturaleza y en el prójimo, en los pequeños y
en los grandes detalles.
En esta actitud sincera, sólo tiene que dejarse colmar por un amor infinito,
misericordioso, personal, divino, para poder ser realmente transparencia de Dios.
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